Pablo Latapí - Conferencia al recibir Doctorado Honoris Causa en la Universidad Autónoma Metropolitana de México

REICE - Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 2007, Vol. 5, No. 3

Conferencia Magistral de Pablo Latapí Sarre al recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Autónoma Metropolitana de México

20 de Febrero de 2007

Dr. José Lema Labadie, Rector General
Rectores de las Unidades de Azcapotzalco, Cuajimalpa, Iztapalapa y Xochimilco
Distinguidos miembros del Colegio Académico
Profesores, Investigadores y Estudiantes de esta Universidad
Distinguidos Invitados
Amigos:

En el lenguaje sugerente y evocador de los símbolos, la Universidad Autónoma Metropolitana emite hoy un mensaje, a través de la distinción máxima que puede otorgar: mensaje que expresa su reconocimiento a mi trayectoria académica y a la investigación educativa del país que de alguna manera hoy represento ante Ustedes; mensaje que expresa también su voluntad de hacer manifiesta la afinidad de sus valores institucionales con aquéllos que han inspirado mi obra. Recibo y agradezco, profundamente emocionado, esta honrosa distinción.

Entiendo este doctorado como un reconocimiento a un esfuerzo colectivo, mío y de otros muchos colegas, a lo largo de cuarenta años, por abrir un nuevo campo de investigación, el de la investigación educativa en México; formar a sus investigadores y consolidar sus instituciones. Como ha señalado el Rector Adrián De Garay en la generosa presentación que se ha hecho de mi persona, me correspondió iniciar un proceso que ha madurado al dar carta de ciudadanía a las investigaciones sobre la educación, entendiendo ésta como el punto de encuentro de numerosas disciplinas.

En este proceso me han acompañado muchos investigadores (a quienes no menciono por sus nombres para no incurrir en omisiones), por lo que considero justo hacer extensiva la distinción que hoy recibo a todos ellos, muchos de los cuales están aquí presentes. Sin sus contribuciones, el proceso de construir la investigación educativa como hoy la conocemos en México no se hubiera dado.

Una referencia especial debo hacer a los investigadores de la educación que trabajan en las cuatro Unidades de esta Universidad: son muchos efectivamente –y muy apreciados en nuestro gremio- los miembros de la UAM que se dedican a esclarecer los problemas de la educación del país; para todos ellos este doctorado constituye también un merecido reconocimiento y un signo de la voluntad de esta Casa de Estudios de fortalecer la investigación educativa y de intensificar su presencia institucional en la formulación de las políticas educativas nacionales.

Quiero también agradecer a mi institución, el CESU –ahora Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación- de la Universidad Nacional Autónoma de México, los muy valiosos apoyos que me ha brindado en el desarrollo de mis actividades académicas; aprecio especialmente el clima de libertad académica, confianza y compañerismo que en él prevalece. (p. 210)

Y como los logros de la vida académica son inseparables de las coordenadas más amplias en que nos realizamos los seres humanos, deseo hacer, en esta importante ocasión, un cariñoso reconocimiento a mi esposa María Matilde: durante treinta años ella me ha acompañado cotidianamente en todos mis pasos; y –lo que es más- ambos construimos juntos nuestras certezas y nuestras respuestas, desde la fe que compartimos, a las preguntas últimas de la vida humana. Por todo esto, María Matilde, este Doctorado es también tuyo. Se me ha pedido pronunciar una conferencia magistral en esta solemne ocasión, que sea un mensaje a esta comunidad universitaria –sus autoridades, profesores, investigadores, estudiantes y trabajadores-. Lo considero un gran privilegio y me propongo compartir con Ustedes algunas reflexiones sobre los riesgos que enfrentan hoy las Universidades mexicanas. Son preocupaciones personales, críticas, que pueden entenderse como advertencias o señales de alerta. No todos estarán de acuerdo con ellas, desde luego –la Universidad es una institución hecha para la disidencia-; ruego respetuosamente a quienes no las compartan considerarlas al menos como proposiciones que merecen discutirse.

Las Universidades del país viven hoy transiciones difíciles. Las presiones demográficas y sociales, las exigencias políticas, las angustias presupuestales, los cambios culturales y educativos y sobre todo los retos de la economía nacional e internacional, las abruman y las enfrentan a decisiones nada fáciles. Se les exige calidad, se las obliga a modernizarse, a ser eficientes, a preparar los cuadros que requiere el mercado, a desarrollar una cultura empresarial, a innovar en sus métodos pedagógicos y en sus procesos de gestión, a evaluarse y acreditarse sobre bases sólidas; y se les propone la “sociedad del conocimiento” como el paradigma obligado del futuro: si el conocimiento es –y lo será cada vez más- el eje vertebrador de las economías globalizadas, corresponde a los sistemas educativos y sobre todo a las universidades generar, proveer y distribuir ese conocimiento indispensable. Ustedes–funcionarios, profesores y estudiantes- conocen mejor que yo lo que implican estos retos y sufren todos los días en carne propia sus consecuencias.

Mi mensaje hoy consistirá en plantear cuatro preocupaciones críticas ante algunos equívocos que están provocando estos retos, preocupaciones que surgen de mi manera personal de entender lo que es la educación y lo que es la Universidad, de una “filosofía educativa” (si queremos llamarla así) que he construido a lo largo de mi vida.

Primera preocupación: El Objetivo de la “Excelencia”

Hoy se proclama como obligatorio para las Universidades el ideal de la “excelencia”: la institución debe ser excelente, los programas de formación y los profesores también; y los estudiantes deben aspirar a ser excelentes y a demostrarlo.

Permítanme decirles que considero este ideal de la excelencia una aberración. “Excelente” es el superlativo de “bueno”; excelente es el que “excellit”, el que sobresale como único sobre todos los demás, en la práctica el perfecto. En el ámbito educativo, hablar de excelencia sería legítimo si significara un proceso gradual de mejoramiento, pero es atroz si significa perfección. Educar siempre ha significado crecimiento, desarrollo de capacidades, maduración, y una buena educación debe dejar una disposición permanente a seguirse superando; pero ninguna filosofía educativa había tenido antes la ilusoria pretensión de proponerse hacer hombres perfectos. (p. 211)

Yo creo que la excelencia no es virtud; prefiero, con el poeta, pensar que “no importa llegar primero, sino llegar todos, y a tiempo”. El propósito de ser excelente conlleva la trampa de una secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos ser; perfectos no. Lo que una pedagogía sana debe procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos, preocupándonos por que sirvan a los demás.

Querer ser perfecto desemboca en el narcisismo y el egoísmo. Si somos mejores que otros –y todos lo somos en algún aspecto- debemos hacernos perdonar nuestra superioridad, lo que lograremos si compartimos con los demás nuestra propia vulnerabilidad y ponemos nuestras capacidades a su servicio.

Sobre este tema escribí alguna vez: “La perfección no es humana. Somos esencialmente vulnerables; nuestra contingencia acompaña todos nuestros pasos y debiéramos sentirnos siempre prescindibles. Somos ida y regreso entre anhelo y desilusión, mezcla de mal y bien, ensayo muchas veces fallido. Vivimos unos cuantos instantes espléndidos para regresar a la comprobación reiterada de que el Bien absoluto nos queda grande. Por esto es buena la historia y son buenos los clásicos: nos acercan a la maravilla de nuestra imperfección consustancial”. (Fin de la cita).

A los 85 años Jorge Luis Borges escribió: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida/ en la próxima trataría de cometer más errores./ No intentaría ser tan perfecto/ me relajaría más, sería más tonto de lo que he sido.../ Si pudiera volver a vivir viajaría más liviano./ Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera/ y seguiría así hasta concluir el otoño...” (Fin de la cita).

La antinomia de ser mejor sin por ello separarnos de los otros, de ser fuertes sin por ello usar el poder para oprimir, de ser seguros sin por ello ser arrogantes, seguirá siendo un reto educativo difícil, siempre irresuelto, como tantos otros retos propios de nuestra condición humana que nos obliga a caminar por desfiladeros donde nos acechan precipicios por ambos lados. No demos, por tanto, medallas de excelencia a nadie; esas medallas ocultan muchas veces un corazón perverso.

Formemos a nuestros estudiantes en la realidad. Invitémoslos a desarrollar su autoestima y a ser mejores y a madurar, pero asumiendo siempre su riesgosa condición humana, y a estrechar lazos solidarios con todos, sobre todo con los más débiles.

Segunda preocupación: la definición de calidad de la educación

Lo anterior nos lleva directamente al tema más vasto de la calidad. Las Universidades de todo el mundo, también las nuestras, están hoy presionadas por la exigencia de calidad; el problema es que, al parecer, nadie cuenta con una definición de calidad plenamente convincente. Se han identificado factores que indiscutiblemente influyen en lograr una mejor educación, tanto en la infraestructura como en los programas y en los métodos de enseñanza, y se aplican medidas para reforzar estos factores. A contrario, se conocen las malas prácticas que impiden la calidad. Algunos identifican ésta con los resultados que obtienen los estudiantes en sus exámenes y juegan con las estadísticas, e incluso se complacen en establecer ordenamientos engañosos de instituciones o programas. El hecho es que carecemos de una definición clara de la calidad que perseguimos y que debemos demostrar, y el debate sigue abierto y probablemente seguirá abierto.

A mí me preocupa, primero, que se confunda la calidad con el aprendizaje de conocimientos, lo que simplifica el problema falsamente pues la educación no es sólo conocimiento. Me preocupa también que se establezcan comparaciones de escuelas o instituciones que ignoran las diferencias entre contextos o las circunstancias de los estudiantes, a veces abismalmente distintas. Y me preocupa sobre (p. 212) todo que la calidad educativa se confunda con el “éxito” en el mundo laboral, definido éste por referencia a los valores del sistema.

Es una perversión inculcar a los estudiantes una filosofía del éxito en función de la cual deben aspirar al puesto más alto, al mejor salario y a la posesión de más cosas; es una equivocación pedagógica llevarlos a la competencia despiadada con sus compañeros porque deben ser “triunfadores”. Para que haya triunfadores –me pregunto- ¿no debe haber perdedores pisoteados por el ganador? ¿No somos todos necesariamente y muchas veces perdedores, que, al lado de otros perdedores, debemos compartir con ellos nuestras comunes limitaciones? Críticas semejantes habría que hacer al concepto de “líder” que pregonan los idearios de algunas Universidades, basado en la autocomplacencia, el egoísmo y un profundo menosprecio de los demás. Una educación de calidad, en cambio, será la que nos estimule a ser mejores pero también nos haga comprender que todos estamos necesitados de los demás, que somos “seres-en-el-límite”, a veces triunfadores y a veces perdedores.

Seguramente la baja calidad educativa tiene que ver con una multiplicidad de factores, y estoy de acuerdo en que, para efectos de macroplaneación se la defina, como suele hacerse, por la concurrencia de los cuatro criterios tradicionales del desarrollo de un sistema educativo: eficacia, eficiencia, relevancia y equidad.

Esto dicho y aceptado, quiero sugerir una concepción de la calidad a la que regreso siempre que reflexiono sobre el tema: hablando como educador, creo que la calidad arranca en el plano de lo micro, en la interacción personal y cotidiana del maestro con el alumno y en la actitud que éste desarrolle ante el aprendizaje.

Muchas veces me he preguntado: ¿qué fue lo que hubo en mi educación que yo considero que la hizo, al menos en ciertos momentos, buena o muy buena? ¿Qué hicieron mis educadores –mis padres, maestros, hermanos mayores y compañeros de clase- para que esa educación fuese buena? Si tuviera yo que resumir en una frase mi respuesta, diría que mis educadores me aportaron calidad cuando lograron transmitirme estándares que me invitaban a superarme. Progresivamente, de muchas maneras, en diversas áreas de mi desarrollo humano –en los conocimientos, en las habilidades, en la formación de mis valores,- mis educadores me transmitieron estándares y, además, me incitaron a compararme con esos estándares, a comprender que había algo más arriba, que yo podía dar más, o sea, me ayudaron a formarme un hábito razonable de autoexigencia.

Muchos años después vine a saber que ésta era precisamente la definición de calidad que daba Ortega y Gasset: la capacidad de exigirnos más. Una educación de calidad es, por tanto, para mí, la que forma un hábito razonable de autoexigencia. Y digo “razonable” para no caer en un perfeccionismo enfermizo o en un narcisismo destructivo. La búsqueda de ser mejor debe ser razonable, moderada por la solidaridad con los demás, el espíritu de cooperación y el sentido común.

Tendríamos así una definición formal de la calidad educativa; “formal” porque los estándares de mejoramiento pueden aplicarse a asuntos diversos, y las diferentes visiones del mundo y apreciaciones valorales darán contenidos distintos a esta definición formal.

Creo, por tanto, que buscar una educación de calidad no es inventar cosas extravagantes (como llenar las aulas de equipos electrónicos o multiplicar teleconferencias con Premios Nóbel), sino saber regresar a lo esencial. Un ejemplo: un cuaderno de composición de Español, corregido con lápiz rojo, en el que el profesor explica el por qué de cada corrección, está transmitiendo “estándares de superación” y llevando al estudiante a comprender que hay mejores maneras de utilizar el lenguaje, que él puede escribir mejor; y lo motiva para exigirse más. (p. 213)

Esta concepción de la calidad educativa descansa en dos supuestos: que para poder transmitir calidad es necesario reconocerla, y que para poder reconocerla es necesario tenerla. No hay en esto círculos viciosos ni tautologías, sino el reconocimiento de que la educación es en esencia un proceso de interacción entre personas, y de que la calidad depende decisivamente de la del educador.

Los educadores abordamos el problema de la calidad no desde teorías empresariales de la “calidad total” ni desde la preocupación por mejorar nuestra “oferta” comercial para triunfar en la competencia, sino desde perspectivas existenciales más profundas; queremos transmitir a los jóvenes experiencias personales a través de las cuales adquirimos nuestra propia visión de lo que es una vida de calidad, y nos esforzamos por que el estudiante llegue a ser él mismo, un poco mejor cada día, inculcándole un hábito razonable de autoexigencia que lo acompañe siempre.

Al fin de cuentas los educadores sólo transmitimos lo que somos, lo que hemos vivido: algo de sabiduría y algunas virtudes venerables que no pasan de moda: un poco de compasión y solidaridad; respeto, veracidad, sensibilidad a lo bello, lealtad a la justicia, capacidad de indignación y a veces de perdón; y algunos estímulos para que nuestros alumnos descubran su libertad posible y la construyan. Es poco; pero si los jóvenes y las jóvenes recogen estas enseñanzas y si además se toman a sí mismos con sentido del humor, podrán cumplir decorosamente con el cometido de convertirse en hombres y mujeres cultivados, que estén a la altura de hacerse cargo de sí mismos y de los demás.

Tercera preocupación: el conocimiento del que se trata en la “sociedad del conocimiento”

Se propone hoy a las instituciones de enseñanza superior, como dije al principio, asumir el paradigma de la “sociedad del conocimiento” para normar sus transformaciones: ante la globalización ineluctable, ellas deben esmerarse –dice el discurso ortodoxo- en proveer el conocimiento que requieren los países para su desarrollo. Pero no se especifica, por lo general, cuál es ese conocimiento; más bien se da por entendido que se trata sobre todo del conocimiento necesario para conquistar los mercados, o sea el conocimiento práctico, aplicado, el vinculado a la economía, el que produce innovaciones rentables y asegura el éxito en la competencia.

Permítaseme también cuestionar esta gloriosa bandera de la “sociedad del conocimiento” que se hace ondear como ideal obligatorio de toda institución de educación superior, no porque no sea un ideal válido sino porque es incompleto y equívoco. El conocimiento que requieren las sociedades no es sólo el vinculado a la economía; son otros muchos tipos de conocimiento. Las Universidades no existen sólo para crear y promover el conocimiento económicamente útil sino todas las formas de conocer que requiere una sociedad. Por esto sostenemos que ellas son el hogar legítimo de la Filosofía y las Humanidades, de la Historia, del teatro, la poesía y la música; defendemos también el profundo sentido humano de las ciencias naturales; y afirmamos el valor de lo inútil y de lo gratuito como parte de la misión de la Universidad. Por esto también creemos en lo valioso de la convivencia de los diferentes en las comunidades universitarias, tan propia de nuestras universidades públicas. Por tanto, decimos “sí” a la sociedad del conocimiento que incluya la universalidad de los saberes humanos, y advertimos contra la trampa de convertir a las Universidades en fábricas de inventos prácticos; ellas son creaciones del “homo sapiens”, no las reduzcamos a talleres del “homo faber”.

¿Hay que vincularse con las demandas de la economía? Por supuesto. ¿Hay que formar profesionistas competitivos ante los retos de la globalización? Totalmente de acuerdo. ¿Hay que (p. 214)desarrollar investigación aplicada, vinculada a los requerimientos de las empresas? Nadie lo duda, con tal de definir sus condiciones. Pero al enfrentar estas demandas, no hay que olvidar que la Universidad es algo más: no es un apéndice de la empresa, sino una institución responsable de generar, proteger y difundir todos los tipos de conocimiento que requiere el país, también los aparentemente improductivos.

Y quiero decir algo más en relación con este tema: la Universidad actual debiera ser un baluarte contra el devastador proceso de comercialización total al que está llevando la entronización del mercado.

En esta etapa extrema del capitalismo, la globalización está llevando a la mercantilización del mundo. Hoy se consideran mercancías muchos bienes primarios que condicionan la existencia; se vende el agua que nos es indispensable y viene del cielo, se la industrializa, exporta y anuncia; pronto seguirán el aire y el sol. La salud hace mucho que se comercia en un mercado altamente tecnificado.

Hoy se venden los conocimientos tradicionales, patentados por laboratorios transnacionales que se los apropian sin dar crédito a su origen; y se habla con todo rigor de “industrias culturales”, reduciendo obras del espíritu y de la creatividad humana a la categoría de simples mercancías

La dimensión mercantil se extiende ya a todos los dominios de la vida; todos los días surgen nuevas mercancías sutiles, ingeniosas, muchas imaginarias y casi todas prescindibles; ya no son cosas ni servicios; son “commodities”, satisfactores de caprichos, inventos de la publicidad, imágenes virtuales que halagan la vanidad o explotan los miedos o los remordimientos. Todo se vale para vender porque toda venta hace avanzar al capital, aunque sea a costa del sentido común y de nuestra dignidad; y los hombres vamos cayendo, sin darnos cuenta, en redes invisibles de dependencia que disminuyen nuestra libertad.

La cultura de la mercancía va modificando nuestros valores, la conciencia de lo que somos y aun la memoria de lo que fuimos, así como los límites de lo que definimos como posible y deseable.

Hemos perdido aquel antiguo sentido de lo trágico que nos había legado Grecia, con sus mitos, dioses y pasiones. Y ya no sabemos disfrutar de las puestas de sol porque son, todavía, gratuitas.

Al homo mercantilis no le interesan las preguntas de la Esfinge; no ahonda sus enigmas ni se tortura con sus perplejidades; ya no entiende que su plenitud humana requiere, a veces, apostar a una incertidumbre o saltar al ámbito de la generosidad, ámbito que por definición está fuera del mercado y es condenado por él.

Ante esta era de la mercancía total, ante este intento mundial de convertirnos a todos en mercaderes, la Universidad, creo, tiene una misión: no dejarse llevar acríticamente por el juego de las complicidades del mercado –en las carreras que abre, en las investigaciones que emprende o en los servicios que presta- sino alertar contra los abusos de este proceso: las rapacidades que están acabando con la naturaleza y con el planeta y amenazan la maravilla de la vida, las perversiones psicológicas de la publicidad, el poder incontrolado de la TV, y –lo que está en el fondo de todo esto- el afán de lucro por arriba de todo. La Universidad debe promover el rescate de nuestra humanidad disminuida.

Debatamos, por tanto, estas cuestiones al definir las responsabilidades de la Universidad contemporánea. (p. 215)

Cuarta preocupación: romper la prisión del conocimiento racional

Se dice que las Universidades son los templos de la razón. Es verdad, porque en ellas se enseña a pensar y se hace ciencia, se discuten epistemologías y se destruyen prejuicios irracionales.

Sus profesiones y sus investigaciones descansan en el conocimiento, en el conocimiento racional; y el respeto a las reglas de éste es lo que les da su legitimidad.

Me pregunto si no hay, también aquí, un equívoco o una contradicción con la pretensión de la universidad de educar, porque la educación va más allá del conocimiento racional. La educación, para mí, ni empieza ni termina en los territorios de la razón. Abraza otras formas de desarrollo de nuestro espíritu; las que hoy empiezan a vislumbrar las teorías de las inteligencias múltiples y de la inteligencia emocional.

Lo mejor de la educación que yo recibí –y creo haber recibido una educación intelectualmente exigente- fue precisamente lo no-racional, la apertura a dimensiones humanas que considero esenciales: el mundo simbólico y artístico, el ámbito de lo dionisíaco, el orden de la ética que fundamenta la dignidad de nuestra especie, y el de las virtudes humanas fundamentales, sobre todo el respeto a los demás y a la vida. Me horroriza una educación que excluya la compasión, que renuncie a la búsqueda de significados o que cierre las puertas a las posibilidades de la trascendencia.

Releo con frecuencia este verso de Octavio Paz:

“Soy hombre. Duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
Las estrellas escriben.
Sin entender comprendo: también soy escritura,
y en este mismo instante
Alguien me deletrea.” (fin de la cita)

Las Universidades que nacieron antes de la Ilustración y el Racionalismo y sobrevivirán cuando las influencias de esas épocas den lugar a otras, debieran mantenerse abiertas a otras formas de conocimiento y a los misterios del hombre inexplicado (el “sin entender comprendo...” que decía Octavio Paz). Sería lamentable que entendiesen las “sociedades del conocimiento” como confinadas al conocimiento de la sola razón y olvidasen en su labor educativa los ámbitos poco explorados pero esenciales del desarrollo humano que rebasan lo racional.

Esto nos lleva también a considerar críticamente el concepto de ciencia que prevalece en la Universidad contemporánea, concepto exitoso por los avances vertiginosos de las ciencias y de sus aplicaciones tecnológicas, pero peligroso si se absolutiza como el único conocimiento válido.

Debe hacerse ciencia siguiendo sus reglas y métodos, pero sin olvidar que la verdad científica, siempre provisoria, no rebasa la validez de sus métodos. Es importante tomar conciencia de lo que sabemos pero también de lo que no sabemos, y pedir a las filosofías de la ciencia que nos precisen el alcance y el significado de ésta, a partir de la dialéctica entre lo que sabemos y lo que ignoramos. Es mala la ciencia que destruye el asombro, esa actitud presente en los grandes científicos que suelen ser modestos, alejados de la autosuficiencia, habituados a dudar y a admirar, callar y contemplar. (p. 216)

Entendida así, la ciencia se hace eco de esta sentencia de un rabí jasídico que refiere Martín Buber: “Oíd, oíd, oíd: el mundo está lleno de grandes misterios y de luces formidables que el hombre intenta ocultar con su mano diminuta.”

Sobre esto escribí alguna vez: “Saber que no se sabe conlleva perplejidades que rebasan el plano de la razón y conducen a otras dimensiones de la conciencia: el verdadero científico se sorprende de que, siendo el hombre parte de la naturaleza, pueda pensar la totalidad de esa naturaleza; de que estando destinado a morir, pueda imaginarse trascender; y de que estando sumido en el mal, pueda aspirar a una reconciliación definitiva. El asombro es una apertura de nuestro espíritu hacia formas no-racionales de conocimiento, un puente salvador entre la pequeña verdad científica y verdades quizá absolutas a las que hoy sólo aspiramos.” (Fin de la cita).

Las Universidades debieran profundizar en la naturaleza del conocimiento científico y sus limitaciones: al conocimiento científico que busca explicaciones, hay que añadir el “conocimiento cultural” que busca significados. El primero es –podríamos decir- “computacional”, asume que la actividad fundamental de nuestra mente es procurar información, y que ésta es finita, unívoca, codificable, precisa y sujeta a comprobación. El segundo, el cultural, acepta que nuestra mente no existiría si no fuese por la cultura, y que por tanto lo que conocemos está dado por relaciones de significado, las cuales dependen de los símbolos creados por cada comunidad cultural, empezando por el lenguaje. Por esto la mente humana tiene una naturaleza diferente de la de la computadora más perfecta; puede descubrir y descifrar significados diferentes de un mismo hecho. Su función distintiva es comprender, más allá de la función del conocimiento científico que es explicar.

Un autor, Jerome Bruner (The culture of education, Harvard University Press, 1996), señala perspicazmente que la concepción del conocimiento que está en la base de la ciencia moderna ha resultado en un empobrecimiento de la educación, y quizás está propiciando que nuestra especie se desarrolle en una sola dirección, cercenando posibilidades de su dotación genética y espiritual.

Anotemos estas inquietudes, estas sospechas en nuestra agenda de reflexiones sobre nuestro quehacer como universitarios.

Conclusión

Concluyo. He compartido con Ustedes cuatro preocupaciones personales que atañen hoy a nuestras Universidades y que, a mi juicio, ameritan discutirse: primero, el ideal de la “excelencia” que considero perverso; segundo, los equívocos de la calidad educativa, sugiriendo que enfaticemos la calidad en la interacción maestro-alumno y la centremos en formar hábitos de autoexigencia; tercero, el error de una “sociedad del conocimiento” que contemplara sólo el conocimiento útil a la economía y subordinara la Universidad a la empresa; y cuarto, lo que llamé “la prisión del conocimiento racional”, prisión que hay que romper para abrir la educación a otras dimensiones del ser humano, incluyendo una revisión del sentido del hacer científico.

Al expresar estas preocupaciones he mezclado valoraciones personales que provienen, como dije al principio, de una filosofía de la educación que fui construyendo –sin querer y queriendo- a lo largo de muchos años y en la que creo. No pretendo que todos Ustedes estén de acuerdo con cuanto he dicho; sólo he intentado ofrecer algo de mi experiencia personal para agradecer de alguna manera la distinción que hoy me otorga generosamente esta Universidad. (p. 217)

Los educadores proclamamos que no ha llegado el fin de la historia; que ésta está siempre reiniciándose; que sí hay otras alternativas y que nos toca crearlas. Por esto continuaremos corriendo tras nuestras utopías y experimentando los riesgos de nuestra precaria libertad, que son formas de decir que seguimos teniendo esperanza. (p. 218)